viernes, 1 de febrero de 2013

Maldita justicia


Ella lo abrazaba fuerte, no quería soltarlo, es más si por ella fuera quería que volviera a su vientre para poder apartarlo de este mundo de mierda. Él, por su parte, veía a través de su hombro un nuevo amanecer, uno que soñó por largos 24 meses.

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*Alfredo tuvo que pagar una condena por un error de borrachera, según cuenta. Atacó a un taxista con arma de fuego. Jura que no recuerda qué hizo, pero reconoce que se equivocó. A la gente hay que creerle.

Durante 24 meses tuvo que pagar por ese error. Pasó por dos cárceles diferentes. La primera la califica como un hotel, la segunda como una pesadilla que lo marcó, para bien. Lo más seguro es que sea para mal. El tiempo juzgará eso.

Por su parte *Doña Amanda, sólo quería retroceder el tiempo. Así son las madres. En su mente, ella era la culpable de esos horrorosos 24 meses. Así la realidad diga lo contrario. Nada en este mundo la hará entender que ella no tiene la culpa de los errores de su hijo menor, del más consentido de la familia.

Toda la familia de Alfredo fue culpable de su error. Todos, hermanos, primos, tíos y hasta abuelos ayudaron a pagar a esos malditos abogados que ganaron millones a costa del sufrimiento de esa familia. Carroñeros, como son los abogados, sacaron hasta el último centavo que pudieron para que al final dijeran, sin sonrojo alguno, “hicimos lo que pudimos, pero se lo van a llevar, por un tiempo”.  Pagaron millones por infamia.

Antes de que Alfredo estuviera en el primer centro de reclusión, su familia le pagó millones a la víctima, millones a los cómplices, millones a los abogados, millones a los jueces. Al final, no pudieron comprar la justicia. Esa maldita justicia colombiana que para otros tiene un precio mucho menor. La historia fue sentenciada: la cárcel era el único destino.

La rama judicial, ese engendro amnésico, irrelevante y desgraciado, no condenaba sólo a Alfredo, confinaba al peor castigo a toda la familia, sin miramientos. Como lo hace con otros padres de la patria.

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Mira con desconfianza. Sabe, como pocos, que cualquiera le puede hacer daño. Es más, asume que todos lo miran y que están esperando un resbalón para hacerlo equivocar. Sigue recluido en una cárcel, por más que este a kilómetros en una fría y sencilla cafetería.

Alfredo no quiere hablar de sus recuerdos. Evade las preguntas. Cuenta historias de muertos y apuñalados como si fuera el reporte del clima. Mueve sus manos con fuerza. Habla mal, con groserías. No esconde su mirada, en tantos meses entendió que no bajar la mirada era la diferencia entre vivir y morir.

Su hermano mayor es testigo de la entrevista. Insiste en la bondad de muchos reclusos que lo acompañaron en la travesía. *Mario, el hermano, muchas veces interrumpe. Cuenta detalles, es específico. Él, como pocos, sabe lo mucho que faltó Alfredo y lo mucho que pagó la familia. Toda la familia.

¿Historias? ¿Quieren historias? Muchas, cientos. Detalles de maldad extrema, de amistad, de lágrimas. De muerte, de impunidad, de alegría y de la más profunda tristeza. Creo, esa es la cárcel: un extremo tras otro.
Para qué entrar en detalles, si lo que vale es la expresión de miedo y esperanza que tenía Alfredo mientras hablaba, mientras relataba, mientras temblaba. Esa expresión no se puede describir en líneas o palabras. Fallaría impunemente, ni para qué intentarlo.

Resta decir: al final, somos lo qué podemos. Nunca lo que queremos. Mucho menos lo que esperan que uno sea. Eso me dijo Alfredo. Una verdad de puño. De rejas.

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La puerta de una fría cárcel se cerraba. Por allá en un frío municipio de Boyacá. La historia, la cruel historia comenzó hace muchos meses atrás no sé acaba. No. Apenas comienza. Alfredo va a luchar. Su familia lo va a acompañar. Amanda llora, sabe lo que viene, la maldición que viene. Igual Mario. Qué daría, Amanda, porque su bebé volviera a su vientre y esta pesadilla terminara.

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Justicia. Maldita justicia la de este país. Esa que deja libre a los infames (como aquel borracho que mató a un hincha) y sacrifica a la familia que no puede pagar por libertad. Por justicia. Así es esto: la justicia se paga, se compra: porque es maldita.

*Los nombres de esta historia fueron cambiados por solicitud de los implicados.

Este texto está dedicado a Alejandro Yate, que partió a la eternidad: Don Alejandro, las oraciones de este redactor son para su alma y su familia. Querido Don Alejandro, “en la fuente de la vida, nos veremos otra vez….”