domingo, 18 de noviembre de 2012

18 de noviembre de 2009


Son las 5:30 de la mañana, la puerta de la oficina se abre. Todo está oscuro, nadie en toda la ciudad está trabajando. Nadie. Sólo ese pobre empleado que había cambiado su turno para poder asistir a una cita histórica que tendría muchas horas más tarde.

Vestía una chaqueta especial. A pesar del frío, la pereza o la indisposición, prendió un computador y se dispuso a redactar informes de forma acelerada. Por más que haya llegado con toda la disposición no hará nada valioso para su organización. Él, ese día, simplemente tenía un logro: vestir ese blazer negro especial.

Son ya, las 10 y 23 minutos de la mañana. No ha ligado una sola frase coherente para los informes. Cada pensamiento está destinado a lo que él suponía iba a ocurrir más adelante en un estadio de fútbol. Imaginó cada escena, no le faltó ninguna (tiempo tenía, estaba trabajando desde antes del amanecer). Al final, nada de lo que supuso ocurriría. Todo sería totalmente diferente.

Hincha como pocos, y como miles, de Santa Fe sólo podía pensar en esa final. Cada segundo lo destinaba a pensar cómo iban a lograr dar vuelta a ese resultado adverso que habían obtenido hace una semana allá, en el lejano San Juan de Pasto. Todo se reducía a ganar con autoridad. Con el correr de las horas, entendería que la realidad no podría estar más alejada.

Son las 12 y 46 minutos de la tarde. Logró su primera victoria. De la mano un gran amigo recibió las boletas al paraíso, por ideal que suene. Tenía en su poder las entradas para poder estar una vez más en ese palacio de alegrías y más de tristezas. Con su padre y su hermano habrían de librar otra batalla contra la adversidad. Esta vez, la apuesta era doble. Esta vez, era una cita con la alegría máxima. Una que no había vivido antes.

Son las 4 y 44 minutos de la tarde. Es tiempo de abandonar esa fría oficina. Es tiempo de ir al templo. Sus corsarios lo esperaban. Nadie sabía lo que se venía. En pocas horas, iban a conocer el cielo. Ni lo percibían. Sí, había un nerviosismo inusitado, pero sin explicación. Habría respuestas más adelante.

Son las 7 y 58 minutos de la noche. Es tiempo y hora. La ruta a la alegría había iniciado. Un marco pletórico sería el marco de la escena. El hermoso Nemesio, albergaba una vez más. Esta vez para ser felices. Esta vez, para dar el primer paso a la alegría máxima.

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Ese 18 de noviembre de 2009 no fue y nunca será una fecha más. Ese día, Independiente Santa Fe, sería de nuevo y como siempre: El Glorioso Independiente Santa Fe.  Ese día, como nunca, seriamos fieles a nuestra historia. De principio a fin. Sin omitir un sólo detalle, un sólo recuerdo.

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Son las 8 y 27 minutos de la fría noche. Llega el primer golpe. El rival anota. Fue la respuesta lógica a un mal inició. Santa Fe jugó esos primeros minutos con todo el nerviosismo posible. La tensión del a tribuna se trasladó  a la cancha. Había que sobreponerse a la adversidad. Había que hacer dos goles. Su padre, curtido en dolorosas derrotas, simplemente le dijo: “hoy, joven, ganamos. No más”.

Son las 9 y 17 minutos de la noche, llegó un grito ensordecedor. Omar Pérez rescató un centro del gran, gran Mario Efraín Gómez  y abrió una pequeña rendija a la esperanza. Era tiempo de ilusión. Era tiempo de cambiar la maldita historia.

Son las 9 y 49 minutos, Carlos Váldez se desploma. Nadie escucha el pitazo. Penal. Faltaban tan sólo 6 minutos para la derrota, pero el sonido de ese silbato retumbó y todos se abrazaron. Después, de ese segundo todo fue delirio.

Fiel a su historia, Santa Fe luchó, con nueve hombres, para dar vuelta a la adversidad. Pateó y Pérez y todo fue esperanza. Locura. El Campín era un solo abrazo. Había vida.  Ya cuando todo se apagaba había esperanza. Como siempre en la vida. Como siempre con Santa Fe.

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Son las 10 y 23 minutos. Si Germán Centurión atinaba al arco era el final. Llegaba un golpe más. El peor de todos. Ganaría el rival. Panorama devastador: toma impulso lanza y… Esas preciosas manos.

Un grito ensordecedor se apodera del palacio de la 57. Agustín Julio, ese hombre desgarbado de sonrisa constante había detenido el peor golpe. Evitó, con esas preciosas manos, ese gol que era derrota. Evitó la mayor tristeza de todas.

De nuevo el gran Marío Efraín. Ejecuta con seguridad. Anota. Es tiempo de gloria. El protagonista de esta historia, aprieta un botón de esa chaqueta especial, y dice con seguridad, “llegó nuestro momento. Es tiempo de llorar”.

Su dispuso, Óscar Altamirano,  corrió displicente y pateó. Entonces, esas preciosas manos, una vez más. El tiempo se detuvo. Todo quedó paralizado. Créame, todos, los 40 mil, ensimismados, subieron y conocieron el cielo tan pronto Agustín Julio detuvo ese disparo.

Son las 10  y 42 minutos de la noche: Nirvana. Independiente Santa Fe otra vez campeón. Él llora desconsolado, fundido en el mejor de todos los abrazos con su padre y su hermano. Ya nada importa. La chaqueta, la oficina, la madrugada. Nada. Todo se reducía a: Nirvana.

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