miércoles, 25 de julio de 2012

La pistola tiene dos lados

Cayó fulminado. Sus ojos cafés, heredados de su mamá, buscaban a su agresor antes de tocar al suelo. Quería que lo recordará por siempre.

Mientras ella cocinaba una sopa de pasta, su hijo corría despavorido por una calle oscura de Mitú (Vaupés), empuñando una pistola que aún estaba hirviendo.

En 2002, Víctor* aceptó que había asesinado a aquel hombre de los ojos marrones, el 23 de septiembre de 1999. Cabizbajo, pero sin vergüenza alguna, afirmó que no era su intención, pero que los nervios, combinados con la inhalación de pegante, hicieron que su arma hechiza matará a ese desconocido. Cada noche, decía, se lo encontraba en sus sueños.

María Amparo Asprilla* dejó de llorar por su hijo, más bien lo entendió y lo ayudó. Fue, como miles de mujeres colombianas, una cómplice de la maldad reinante. Ella simplemente se escuda en el amor maternal.  Durante 3 años, sus fines de semana se dividían entre la fila de una cárcel y la cocina.

Alta, desgarbada, morena y flaca, María Amparo tiene una voz seca y resignada. Al hablar de su hijo mira fijamente el suelo. Cuando levanta su cabeza lo hace de forma desafiante para asegurar que lo ama, como a nada en el Mundo.

Notoriamente molesta, responde “un error lo comete cualquiera, esa vez le tocó a Víctor”, cuando le preguntan, “¿qué se siente ser la mamá de un asesino?”. Aprieta sus dientes, pasa su mano por la cara y ofuscada continúa, “su pecado lo pagó”.

Su vida cambió segundos después de que su único hijo apretó el gatillo. Capturado a pocas cuadras del crimen, Víctor tardó tres años en confesar su crimen. Cuenta María Amparo, que a ella nunca fue capaz de admitírselo.

Durante el juicio tuvo que enfrentarse con los familiares de la víctima, que decían perdonar a Víctor por su error, mientras pedían justicia, como si eso fuera posible en un país como Colombia. Pero su mayor contrincante fue un abogado que pedía dinero como  presentador de televisión en plena teletón.

Siempre supo que su hijo era culpable. Aún así se prostituyó para pagar los honorarios de un abogado que ni siquiera tenía la decencia de darle la mano para saludarla, y para darle dinero a su hijo, que seguramente lo gastaba en drogas y tóxicos.

Durante el día se ilusionaba con las mentiras que le compraba al sátrapa de vestido fino, que ella llamaba doctor y la juez llamaba abogado. En la noche llamaba a ‘sus amigos’, para brindar un servicio. Las madrugadas eran para llorar, recordando que su Víctor la iba a sacar de la pobreza jugando al fútbol.

Un día dejó de llorar. La única noticia real que supo recibir de su abogado fue que Víctor había sido apuñalado hasta la muerte en la cárcel. Fue en noviembre de 2003, desde ese día esconde sus lágrimas, como tantas otras mujeres de Colombia.

María Teresa está del otro lado de la pistola. Del lado que se estremece, se tira para atrás y corre asustada, mientras mira fijamente la cara de un muerto más. Hizo lo posible, trabajaba todo el día e intentó darle un mundo mejor a su hijo. Sus esfuerzos concluyeron con un asesino que al final de sus días sólo podía inhalar pegante…

Empeñados en pensar que Colombia se divide en buenos y malos, en indignados e indiferentes, bajamos la cabeza como caballos sólo para olvidar que detrás de cada muerto hay una historia que desgarra el alma, sin importar de qué lado del arma estemos.

*María Amparo Asprilla y Víctor son nombres ficticios. La protagonista de esta historia falleció en marzo de 2010, en Bogotá.

martes, 17 de julio de 2012

Alegría eterna

Lloras. ¿Qué haces cuando ese momento que soñaste cada día de la vida, deja la lejanía del cielo para convertirse en realidad?

Lloras.

Lloras como nunca antes. Lloras fundido en un abrazo, con aquellos que no sólo entienden tu locura, sino que además la patrocinan.

Tantos momentos soñando ese segundo, tantos días escribiendo esta columna, para encontrar que me quedé sin palabras. Porque, por más que los mejores escritores lo hayan intentado, no hay palabras para describir la verdadera felicidad. No hay palabras, sólo lágrimas.

El domingo 15 de julio de 2012, a las 19 horas con 50 minutos, pocos fuimos miles y miles fuimos uno. Todos unidos en un mismo grito, en un sólo abrazo y en sola palabra: Campeones.

Santa Fe Campeón.  Mientras digito estas dos palabras tengo que ver el periódico nacional, escucho la radio y veo, de reojo, la pantalla del televisor: todos lo confirman. No fue uno más de esos sueños que alegraron muchas noches. No, esta vez  es una realidad, la mejor realidad de todas.

Porque aquel que algún día se haya hecho llamar hincha de Santa fe, así sea por un día, aquel que asiste siempre al estadio, aquel que lo hace ocasionalmente, aquel que lo hace simplemente para los acontecimientos espaciales fue por un momento uno, uno que desde hoy se puede hacer llamar campeón.

Y Santa fe fue campeón a lo Santa fe. Los segundos, la medida de tiempo que por años se divirtió con nosotros, por momentos eran muy cortos y después de ese mágico gol de Jonathan Copete, eran interminables. Todos, sabían, sin decirlo que la victoria llegaría de la mano de la angustia, es nuestra historia, y la cumplimos a cabalidad.

Todos los grandes calificativos aplican. Con el transcurrir de los días miles se escribirán y se dirán. Yo, sólo puedo pensar en una orgia masiva, y disculparán las lectoras, pero tanto disfrute y realización es para ese tipo de escenarios. Fue una fiesta pagana (como dice Eduardo Galeano) que involucró a miles de incrédulos, que fuerza de golpes tenían que esperar hasta consumarse, como en la orgía, para creer.

El querido rojo, cambió el curso de su historia volviendo a ser Santa fe. Jugadores de la cantera, que de tanto enfundarse la camiseta, desde niños, entendieron el valor. Técnico de la cantera (a quien le daremos el párrafo que merece) y directivos que, antes de directivos son hinchas, que fallan, y fallarán, como dirigentes, pero aciertan como hinchas.

La séptima estrella, esa tan anhelada, llegó gracias a hacer las cosas bien. Se mantuvo una nómina, un estilo de juego. Las formaciones se repetían, (un fenómeno extraño en este fútbol moderno donde los jugadores más parecen rockstars, por la forma en que cada 6 meses cambian de ciudad), jugando a la medida del contexto. Las cifras hablan por sí solas: Santa fe en 26 fechas sólo perdió 3 partidos, poco más para agregar.

Dicen que la historia sólo recuerda a los ganadores, hoy es momento de mirar atrás: allá en 2005 el equipo estaba a 8 puntos de la zona descenso, de la mano de Germán ‘Basilico’ González y sus muchachos  llegamos a una final, el logro fue otro: nos quitaron el lastre de los noventas que fueron un solo suspiro desesperado. También hay que aplaudir a Croydon, que en el momento más álgido creyeron en una marca que estaba en el suelo. Y, también, recordar al señor Arturo Boyacá, que puso el cimiento de esta nómina. A todos gracias.

Yo, William Rincón, sentí que levanté el trofeo cuando lo levantó Wilsón Gutiérrez. El director técnico es bogotano, supo pasar el duro camino de ser profesional en Santa fe. Fue capitán en aquella década del noventa, donde el único logro era sobrevivir. Cuando el fútbol terminó, nació Wilsón el DT, y lo hizo entrenando a los jóvenes. Paso a paso llegó a un banco, que ni él mismo creía estar. Como todo joven fue subestimado, en los momentos difíciles habló y sólo decía la palabra trabajo. A fuerza de logros se ganó el aplauso,

Wilsón Gutiérrez, el hincha, el jugador, el técnico era usted o yo. Estuvo en las malas, y las peores, trabajó por ese Santa fe silencioso, el de la cantera y de la mano de esos niños que un día entrenaba en campos bogotanos  logró lo que muchos fallaron. Jugó, amó, logró y trabajó con Santa fe, como usted o como yo.

Jugadores, cuerpo técnico y directivos de Santa fe: Ustedes no tienen ni la más remota idea de lo que hicieron. Generaciones y generaciones hablarán de su logro. Sus nombres serán repetidos como una plegaria por niños que aún no han nacido, como muchos recitábamos la bella nómina de 1975. Porque así somos los hinchas del Rojo, sabemos que el verdadero amor no necesita celebraciones, simplemente necesita una ilusión.  Ilusión que se transforma en historia, en tradición, en historia, que se transforma en Santa fe.

El espacio se acaba y siento que me falta mucho por escribir, debe que ser que aún no asimilo lo que ocurrió. Puede ser, también, que las palabras no pueden condensar el sentimiento actual, o por lo menos dimensionen lo que ocurrió. Simplemente mis lágrimas concluyen esta alegría eterna…

Este escrito también fue publicado en el portal: www.misantafe.net: