martes, 1 de febrero de 2011

Cuestión de orgullo

(Sic). Ahí estaba postrado, casi resignado a su suerte, en duras tablas que parecían todo menos una cama. A penas si se le podía escuchar lo que decía. Pero lo que musitaba era claro, con tono firme, pero cansado. No se puede ver su semblante con claridad. El cuarto esta en penumbra total a las 3 de la tarde -de hecho esa habitación nunca ha conocido la luz eléctrica- hay que conformarse con el tono de su voz.

Está enfermo. Y cómo no estarlo. El piso del cuarto es tierra convertida en barro por las aguas de las constantes lluvias. Las paredes hechas de madera retienen un olor extraño, como de caño. Un cerro de basura se posa al lado del catre aquel. Esa basura que muchos confunden con cosas que, de pronto, algún día volverán a servir, pero que al final son desperdicios llenos de moscas y algunos recuerdos…

No importa su condición, cómo puede se levanta a saludar, y tímidamente pregunta si ya habían ofrecido algo de tomar. Ese, no era un gesto menor para alguien que muchos días no probaba bocado alguno. No hay duda, es un hombre fuerte. A pesar de sus 73 años, sus enfermedades y el lamentable estado de su casa, tenía casi la desfachatez de ofrecerles algo a los comensales.

Se llama Vicente Adán Platero. Pero su resistencia e historia obligan a llamarlo Don Vicente, de aquí en adelante. Vive en una casucha, hecha de chazas de madera, alambres y una que otra puntilla que la soporta. Aunque, en realidad, lo que la mantiene en pie es el corazón de este reciclador, porque sus cimientos son tan (o más) débiles como la honestidad de un político.

El tesoro de Don Vicente

Por más que iba preparado mentalmente, la escena (y sobre todo el escenario) superó, por mucho, las peores expectativas: la puerta de ese hogar es el viejo capo de carro, que junto con una enramada de palos, alambres de púas mal puestos y ladrillos llenos de erosión componen el frente de la casa.

Con fuerza, una amable señora abre el capo vehicular convertido a puerta. Requiere cierta perecía ingresar. Un estrecho sendero de tierra (en los días de lluvia es barro) conduce al patio. Hay muy poco que decir sobre muros, entrepisos o vigas, simplemente porque no existen. Retazos de madera hacen las veces de soporte para unas paredes que parecen sostenidas casi por la bondad del cielo.

Sunilda tiene 53 años, es la compañera de vida de Don Vicente hace más de dos décadas. Habla en voz baja. Lamenta que hayamos ido a visitar a Don Vicente ese día. “Lleva varios días en cama, está enfermo”, solloza. Nos invita a recorrer su terruño. Preocupada porque nuestros zapatos no se ensucien, advierte cada paso; de nada vale decirle que se tranquilice.

La casa se resguarda de la lluvia por centenares de tablas apeñuscadas junto con algunas tejas. Hasta llantas hay en ese techo. Sunilda nos invita a pasar, no sin antes volver a advertir por nuestros pasos. Todo es oscuridad y basura. La luz es un lujo que esa casa no conoce. Una pequeña estufa que funciona por madera (si, aún existen) está prendida. “Esa es la cocina”, dice la improvisada guía. Varias ollas podridas por hollín, dos piedras para machacar la panela, algunas naranjas descompuestas y dos bolsas de arroz, no hay más. Reconocemos la cocina porque Sunilda lo afirma, no hay pared alguna que lo verifique.

Pasos más adelante hay un pozo rodeado de ladrillos. El olor raya en lo fétido. Todos sabíamos que es, pero no queremos preguntar. Sunilda se apiada y dice lo que temíamos. “Ese es el baño”. No es más que un pozo séptico, que muy de vez en cuando se limpia. Espantoso. Pero no hay más. No hay mucho más que agregar…

Ella, parece entender el desagrado que nos representa estar ahí. De inmediato nos invita al cuarto. Nos detiene, primero tiene que anunciarle a Don Vicente nuestra presencia. (Sic) Más parece un centro de acopio de basura, que un sitio habitado por personas. Hay de todo: cajas, baldes, periódicos, zapatos, plásticos y tierra, mucha tierra que, en teoría, es el suelo.

De nuevo recostado, Don Vicente nos agradece la visita. No logro disimular (perdón la primera persona, no hay otra forma) mí voz se corta. Las imágenes de ese muladar, al que Sunilda llama hogar, pasan sin piedad. Comienzo a dudar en preguntar o no, pero a eso había ido. Además de conocer la realidad estaba ahí por una pregunta.

“Don Vicente, es un gusto conocerlo”, dije. No le podía ver la cara por la oscuridad. “Conocí su historia y quiero preguntarle algo, con todo respeto”, continúe. Pasó un escalofrío antes de preguntar, aún así no dudo “¿Don Vicente no ha pensado en la posibilidad de entrar a un asilo para abuelos?”...

Que silencio más incomodo. Juro que escuché el pensamiento de Don Vicente. “¿Quién putas se cree este para decirme en dónde vivir?” Ni pensó su respuesta. Casi susurrando aseguró: “No quiero molestar a nadie. Esta es mi casa. Tengo todo. Sólo quiero que me ayuden para vivir mejor en ella”.

Así, lacónico, no dejó margen de nada. Fue claro, elocuente, contundente. Ese puñado de tablas, basura, hacinamiento, malos olores, penumbra, tierra, matas marchitas es su casa. Su tesoro. Por el cual viene luchando hace 26 años, cuando compró el lote. Ese tesoro que ni los errores de su vida, ni las desgracias del destino, ni sus vecinos, ni mucho menos un aparecido con zapatos bonitos le van a quitar.

Esa casa representa más que un techo donde dormir para Don Vicente. Representa el orgullo de tener algo propio, algo digno de sus luchas diarias con las basuras. Es su casa, de nadie más. Es el fruto del trabajo, de las penurias, de sus abusos, de sus desidias, de sus pecados, de lo bueno y más de lo malo. Ese remedo inhabitable, es su casa, a pesar de frases consoladoras que no pasan de ser estúpidas. Como las mías, que no dejaron de ser bálsamos idiotas…

Mi voz entrecortada se transformó en aíre en mis pulmones. Se me infló el pecho de orgullo. Confieso que no esperaba esa frase de Don Vicente. “Esta es mi casa”. Creo, fue lo más desafiante que habrá dicho en años. Caridad no quiere. Sólo quiere mejorar su calidad de vida. Tiene 73 años, vive en condiciones infrahumanas y aún así, no quiere irse, no quiere abandonar su terruño, lo que por años se enorgulleció llamando suyo. Es un grande Don Vicente, no abandona como las ratas, lucha con lo poco que le dejó la vida, pelea como todos y como pocos por su tesoro, es cuestión de orgullo…

Con aire en la camiseta nos retiramos de ese cuarto. De esa casa. Convencidos que podemos (que debemos) ayudar a Don Vicente. Recorrimos un chiquero, lleno de todo tipo de deficiencias sanitarias. Y este señor no dudo en llamarlo, “mi casa”. Con el orgullo de pocos. Con la obstinación de los héroes.

Si… ¿y qué?

A él no lo hace especial su situación horrible, tampoco que esté a punto de perder su casa por una demanda. Don Vicente no es ningún héroe. Ni mucho menos. No llegó a la situación que vive hoy tan sólo por los avatares de la vida. Mucho tienen que ver sus errores, sus vicios, sus excesos. Esa casa destruida no sólo es cuestión de la inequidad social que destruye este país. También es el descuido de un morador que permitió que su tesoro llegara a tal estado de descomposición.

Es cierto, en este país de mierda muchas familias jóvenes con mejores expectativas de vida, que Don Vicente, tienen una situación mucho peor. En realidad, Don Vicente no pasa de ser una fría cifra más de pobreza de esta nación del tercer mundo. Un habitante más del barrio Paraíso, una de las laderas más convulsionadas de Ciudad Bolívar (Bogotá), una de millones de historias que se mueren con el último aliento de este tolimense que luchó tanto, como se equivocó, pero que aún sigue en pie.

Eso, precisamente eso es lo único que hace especial a Vicente Adán Platero. Que sigue de pie. Que su casa sigue en pie. Ese muladar, que llama insolentemente su tesoro, sigue en pie. Don Vicente tiene orgullo, tiene corazón, tiene esa insolencia que sólo el verdadero orgullo propio construye día a día. Eso, y sólo eso lo hace especial.

En medio de sus enfermedades Don Vicente se las arregla sólo. Cuando puede sale a trabajar recogiendo basura. Ya ha recaudado 300 mil pesos e inició una obra para remodelar su casa. Claro necesita mucho más (casi 4 millones de pesos), pero ya hay personas y organizaciones que lo están intentando ayudar, pero se necesita de un corazón tan grande y tan orgulloso como el de Don Vicente para que su casa no se convierta en escombros en pocos días.

Vive en las peores condiciones, come por la caridad de algunos vecinos, convive con cerros de basura y pequeños animales, viste de harapos sucios, huele mal y su más preciado tesoro se está cayendo a pedazos. Aún así, Don Vicente no le rehúye la mirada a nadie. Mira a los ojos y dice “no quiero molestar a nadie”. Cada vez que sale a trabajar o que le pone un ladrillo más a su casa demuestra que el amor propio y las ganas de salir adelante te hacen especial. Digno de respeto, solidaridad y admiración. Porque al final de la tarde de penumbra la historia de Vicente Platero es cuestión de orgullo…

Si quiere y puede ayudar a Don Vicente Adán Platero puede comunicarse con la Fundación Unidos por Amor, que adelanta gestiones para reconstruir la casa. Click aquí

Si quiere conocer la casa de Don Vicente Click aquí.

Él es Don Vicente Platero