Se movía de forma tan sugestiva que el muchacho tenía poco que hacer. Sus caderas, aún en formación, se agitaban de forma tan lasciva que emocionaba a todos los hombres alrededor.
Ella, se sabía dueña de la escena. Siendo optimistas tenía 16 años, pero se movía como una mujer experimentada. La cadencia con que bailaba, uno de los cientos de reguetones que sonaron en la noche, la hacía irresistible. Su pareja, otro niño que está lejos de conocer la cédula, recorría con sus manos el cuerpo de la niña. La imagen es, como mínimo, surrealista.
Antes que la canción termine (con el ritmo del regueton es difícil determinar el final) llega un nuevo beso. Más que pasión, o romanticismo, los niños dan un espectáculo de lujuria. Poco importa, es una escena tan repetida que pasa desapercibida. Las manos del joven eran tan inquietas como las de un alcalde firmando contratos el último día de su gestión. El contexto asusta.
Son las 3 y 15 de la mañana, la noche del domingo es fría, bueno por lo menos en la calle. En la sala de esa casa todo era caliente. La sangre, las hormonas, el trago barato, el olor a mariguana, la oscuridad, el sonido de besos interminables y manos inquietas son los ingredientes del cóctel sensorial que era esa reunión.
Niños y niñas bailan, sudan, pero no experimentan. No pasan de los 17 años, pero venden una imagen de confianza y fiereza, dignas de una batalla de leones por conseguir hembras. Aunque todos intentan ser diferentes, se visten igual, se peinan igual, hablan igual y se mueven igual, por paradójico que suene.
Usan gorras americanas, chaquetas con capotas, zapatillas casi siempre blancas o claras. Como en los años 60 la gomina (le dicen gel) es tendencia. Por su parte, las niñas se esfuerzan por verse como mujeres: ropa ajustada, cabello increíblemente liso y zapatillas de cualquier color. La motivación es ser diferentes y, al final, son todos fotocopias.
La escena se repite. Envalentonados por el alcohol barato que consumen, los niños se abalanzan sobre las niñas tan pronto suena el primer golpe de la canción. Ellas bajan la mirada, se mueven el cabello y comienzan, de nuevo su lap dance criollo.
Créame, las palabras de mamá y papá sobre los cuidados y los problemas que acarrean el sexo temprano ellos las conocen hasta la saciedad. Pero nada importa. Lo único que vale es saciar ese deseo incontrolable de tocar, mirar y percibir. Lo único que importa es que ese regueton no se acabe sin que “haya algo de cariño”, como dicen socarronamente.
Tampoco importan las estadísticas de embarazos juveniles. Ni que esas cifras sean el primer indicativo de subdesarrollo de un país. Créame, mientras ellos bailan esa música monotemática, no les importa que en Colombia el promedio nacional de mujeres entre 15 y 19 años que han sido madres o están en embarazo es del 23,5 por ciento.
Son las 5 y 35 de la madrugada. La noche no se ha ido, pero aquella pareja sí emprende camino. Tomados de la mano abandonan la fiesta. Cumplieron la tarea. Como los leones de la manada, ellos ganaron el derecho a crías. Puede que no. Puede que la madre, que está durmiendo tranquila, tenga una noche más de suerte, y que su hija no caiga en las redes de sus deseos. Deseos, que más temprano que tarde, se transformarán en un nieto que ella tendrá que educar y mantener. Pero puede que sí, vaya uno a saber.
Dicen que las sociedades son su juventud. Bien, la colombiana, en buena medida, está empecinada en reproducirse a ritmo de regueton.
Así son los amores en los tiempos del regueton. Nada importa.
Quedé con ganas de bailar! (Mentiras). El problema no es más que una mezcla de hormonas, desinformación, ganas de encajar en un grupo, no dejar ir al niño de sus sueños y una casi que predisposición genética para repetir la historia de sus padres y falta de sueños. De amor, muy poco.
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