miércoles, 17 de agosto de 2011

Ella

Son las 5 y 40 minutos de las mañana, está oscuro y las tejas resuenan por la lluvia. Desarroparse, levantarse y enfundarse en unas ‘pantuflas’ ya roídas es lo que los niños llaman “un castigo a la picardía”.

No importa. Ella cumple el ritual. Pasa su mano por la cara, dormida aún prende el televisor. Y empieza a revolotear. De fondo suena un predicador, que con venas brotadas agradece a Dios por la luz del día –después se explaya en un mar de peticiones, como bebé en navidad-, mucho interés no le pone. Cada paso hasta la cocina cuesta, más bien aburre.

A pesar de hacerlo todo rápido y bien, lo hace con desidia, como preguntándose por qué en vez de estar entre cobijas durmiendo, está titiritando de frío, preparando un café y escuchando un cura que combina Twitter con la biblia.

Pero, nada más lejos de la realidad. Ella no está cuestionando. Sus pensamientos son un debate entre planchar la camisa del colegio de su hijo mayor o iniciar la tediosa rutina de sacar de la comodidad de las cobijas a su hija menor, su princesa.

Son las 6 y 5 minutos de la mañana y su voz resuena por primera vez. Intenta despertar a sus hijos. Se vale de su estridente tono. Mucho éxito no tiene. Sube las escaleras con velocidad y empieza a golpear la vieja puerta de madera. Lo que en principio era una súplica, con el paso de los minutos se convirtió en una retahíla.

Todo empieza a fluir. Se bañan, se visten, desayunan y salen. Son las 7 y 3 minutos de la mañana, ella queda sola en la casa, sus niños van a estudiar. Un logro en este país….

Lejos de buscar la cama, ella se baña se viste, desayuna (que es un decir, solo toma un tinto) y sale. Son las 7 y 37 minutos de la mañana a trabajar. En el paradero no puede hacer más que zapatear, el infame servicio de Transmilenio cumple de nuevo, en casi 10 minutos no ha pasado la ruta. Cuando por fin llega, hombres la empujan, señoras la gritan y niños la pisan. Ese bus rojo, y servicio, es lamentable.

Son las 8 y 32 minutos de la mañana, ella empieza a trabajar…

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Ella, tiene tantos nombres. María, Eugenia, Marcela, Edna, Patricia… no importa, a todas las conocen por el mismo sobrenombre. Ya manidos los lugares comunes y los dizque homenajes a la figura baluarte de la sociedad moderna, la madre, vale decir que la vida es muy egoísta con la mujer.

Tener que sacrificar la búsqueda de la felicidad, ó por lo menos de tranquilidad, (que al final del día es de lo que se trata la vida) por otro ser, casi siempre mal agradecido, es un acto de prepotencia de la naturaleza.

Pero la respuesta de las millones de ellas es categórica, “lo hago todo por mis hijos”. Es un asunto genético. Algo tiene que valer la permanencia de un nuevo ser en sus entrañas. Ese cordón umbilical que el doctor corta no se rompe nunca, por más injusto que sea.

Aguantan lágrimas y quejas absurdas, pedidos inoficiosos de hijos con futuros, casi siempre, poco promisorios. Aguantan matrimonios sin sentimiento alguno, hombres despreciables que succionan sus mejores años en medio de una relación déspota y sin sentido. Todo por una premisa tan única como infame: “porque mamá solo hay una”.

Es una transacción de una sola vía, que irónicamente satisface a todas las partes. Ellas lo dan todo y si acaso reciben un poco de amor, agradecimiento, y una que otra propiedad material. Difícil saber si es una recompensa suficiente, es casi seguro que ellas dirán que sí.

Mundo desparejo este, en el que vivimos. País de mierda el que nos tocó habitar. En esta nación de inequidades, corrupción, cerveza y alegría, ellas juegan un papel preponderante, pero son regidas por reglas autoritarias, redactadas por hombres con más corrupción y podredumbre, que educación en su ser.

Por televisión salen políticos sudorosos, con caros vestidos de paño vociferando en contra de las ‘malvadas’ mujeres que conciben el aborto, como una solución de vida, y bajo el estricto manto de la ley.

Fueron ellos quienes de un modo u otro aprobaron las tres excepciones para aceptar, de algún modo, el aborto. Todas justas. Sin duda. O acaso alguien imagina cómo una mujer podría educar a una criatura que tiene el mismo rostro de aquel hijo de puta que la profanó con sevicia. O, por caso extremo, tenga que sacrificar su vida por un feto que no tiene posibilidades de vida. Eso sí, no hay duda que cientos de mujeres lo hacen, así de grande es el corazón de ellas, así son ellas…

Suenan por lo bajo (como todo lo que hacen los políticos) murmullos que las acusan. Como inquisidores, ‘próceres’ de la patria, arropados por la bandera azul de un partido político corrompido, buscan firmas, hablan en radio, escriben en periódicos o simplemente se encargan de difamar (en sus eternas reuniones de whiskey) sobre esas ‘pecadoras’ que ven en el aborto una opción de vida, por paradójico que suene.

Usan a Dios como argumento. También buscan (usan) a los colombianos de bien, que cada vez son menos. Se vale todo. Como diría Jaime Garzón, “este país está al revés, los delincuentes mandan y el pueblo les rinde pleitesía”. Ellas sufren y los sátrapas legislan, no debería sorprender. Eso somos. Ellas, también, lo permitieron.

Están ellas, las que cubren sus errores amorosos, convertidos a vida, con la absolución del aborto. Si quiere júzguelas usted. La premisa es que la vida está por encima de todo. Igual que la injusticia de levantarse a las 5 y 40 minutos de la mañana a preparar el desayuno de hijos, que poco servirán en el futuro. Mundo desparejo este, en el que vivimos…

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No se callan. Ella no sabe a dónde mirar. Su princesa tiene el fatídico examen de inglés, que con seguridad perderá. El mayor tiene que volver a usar esparadrapo para cubrir un hueco gigante en su zapatilla derecha, hay partido contra los de octavo, hay que ganar, pero son más grandes.

Poco les importa que ese día ella tuvo que soportar un jefe que la quiere convertir en una desempleada más. La regañó casi 15 minutos. De hecho, la humilló hasta las lágrimas. Daba la impresión que se divirtió, aquel mal nacido.

Eso, ella no lo cuenta. Tampoco que tiene que salir a donde su comadre a pedirle prestado para el desayuno y las onces de sus hijos, que lejano se ve el 30 del mes. Hunde su mirada en los niños. No tiene idea alguna de inglés, pero se sienta al lado de su hija a verla estudiar. Odia el fútbol (o micro, o como se llame), pero remienda por segunda vez unos tenis y reza para que su hijo no golpeé a algún mastodonte de octavo. Que fe le tiene.

Sirve la comida (otro logro en este país), se quita esos zapatos que la devoran, prende el televisor. Se mete en la historia de un cantante que tuvo tanto talento como adicciones. Sus pensamientos son un debate, de nuevo, piensa en la camisa, en el examen, en el partido, en el Transmilenio. Sus hijos, por su lado, sueñan en cuándo y cómo abandonarla con el paso de los años. Justicia pura.

Son las 5 y 36 minutos de la mañana no está lloviendo. Ella está feliz.