Todos los campeones pasan a las historia por algo. El Santa Fe de Gustavo Costas, el de la octava estrella, lo hará por terco. Por obstinado. Porque sin importar los golpes que recibió al borde de la gloria se volvió a levantar, volvió a recorrer el camino y no paró hasta cumplir su propia promesa.
Después de cambiar la historia el glorioso 15 de julio de 2012, Santa Fe se puso la tarea de saberse mejor que el resto. Porque repetir el primer puesto más que la confirmación, es la seguridad de realmente mirar al frente y no encontrar a nadie. Una final, dos semifinales el mismo denominador común. Pero no había margen para rendirse, había que volverlo a intentar.
Hay que pararse tres veces de golpes tan certeros. Hay que rearmarse una, otra y otra vez para volver a luchar. Para volver a estar cerca. Porque lo fácil era dejar así, que todo pasará. Que se quedarán con el recuerdo del séptimo título, la semifinal de copa y las buenas campañas. Era lo simple, pero no para un grupo de jugadores con orgullo. Un grupo obstinado a cumplir una promesa: saberse mejores.
Santa Fe apretó los dientes una vez más. Pasó la fase regular como un trámite incomodo. Por tercera vez en 5 torneos obtuvo el mejor puntaje (es fácil digitarlo, vaya y hágalo). Tuvo altas y bajas. Cambió de módulos tácticos. Varias veces jugó de acuerdo al rival y no según su propio potencial. Aún así alcanzó, y de sobra, para generarse una nueva oportunidad. Otro intento.
Y en las finales, mejor no se pudo retratar. Hizo 7 puntos en 3 partidos, con un rendimiento de finalista. Como tantas otras veces, en los últimos 5 años, hizo ver una semifinal como un trámite. Pero Santa Fe es Santa Fe y supo reservarse su historia para el final. Como se debía así mismo. Con dos puntos para partido –parodiando al tenis-, prefirió autogestionarse una revancha en Medellín ante su némesis reciente. Era tiempo de poner las cosas en su sitio.
¿Qué faltó para haber vencido a Nacional en las tres ocasiones anteriores? De pronto encerrarse y defender con valentía e inteligencia y pegar en el momento justo. En los últimos 3 partidos del año, Santa Fe fue ese boxeador que se deja pegar, pero no se cae, sigue ahí, agazapado. Y justo ahí, cuando el rival tambalea confuso, saca su mejor mano para derribarlo. Dos veces en el Atanasio Girardot, el campeón supo soportar (después discutiremos cómo) los embates, para luego dar ese manotazo salvador. Ese que se había negado dos años consecutivos.
La octava estrella queda bordada en el escudo de todos los hinchas. Sí, de todos. De los buenos, y los dizque malos (como si tal falacia existiera). Ganó, si me pregunta amigo, por seguir intentando. Por recibir tres golpes y volverse a parar. Por tener las agallas de reagruparse y volver a intentarlo. Porque apretaron los dientes y no se quedaron con la comodidad del buen recuerdo y el aplauso fácil de cualquier homenaje. Arriesgaron su prestigio, varios jugadores prefirieron dejar la leyenda de la séptima atrás, sólo para demostrar de una vez y por todas que eran mejores que cualquier otro. Por eso pasarán a la historia: por testarudos.
Nos deja una valiosa lección este Santa Fe: hay que seguir intentándolo. Así nos digan que somos buenos, hay que revalidarlo. Y si no se puede, pues nos reordenamos y volvemos a salir al campo de batalla. Unos dos, tres o las veces que sean, mi amigo. Hay que hacerlo por una simple razón: por orgullo. Por el orgullo del campeón. Gracias por esa y tantas otras lecciones, directivos, cuerpo técnico y sobre todo jugadores. Gracias por levantarse de nuevo y, otra vez un 21 de diciembre (día de las consagraciones cardenales) gritar CAMPEÓN.
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