Cayó fulminado. Sus ojos cafés, heredados de su mamá, buscaban a su agresor antes de tocar al suelo. Quería que lo recordará por siempre.
Mientras ella cocinaba una sopa de pasta, su hijo corría despavorido por una calle oscura de Mitú (Vaupés), empuñando una pistola que aún estaba hirviendo.
En 2002, Víctor* aceptó que había asesinado a aquel hombre de los ojos marrones, el 23 de septiembre de 1999. Cabizbajo, pero sin vergüenza alguna, afirmó que no era su intención, pero que los nervios, combinados con la inhalación de pegante, hicieron que su arma hechiza matará a ese desconocido. Cada noche, decía, se lo encontraba en sus sueños.
María Amparo Asprilla* dejó de llorar por su hijo, más bien lo entendió y lo ayudó. Fue, como miles de mujeres colombianas, una cómplice de la maldad reinante. Ella simplemente se escuda en el amor maternal. Durante 3 años, sus fines de semana se dividían entre la fila de una cárcel y la cocina.
Alta, desgarbada, morena y flaca, María Amparo tiene una voz seca y resignada. Al hablar de su hijo mira fijamente el suelo. Cuando levanta su cabeza lo hace de forma desafiante para asegurar que lo ama, como a nada en el Mundo.
Notoriamente molesta, responde “un error lo comete cualquiera, esa vez le tocó a Víctor”, cuando le preguntan, “¿qué se siente ser la mamá de un asesino?”. Aprieta sus dientes, pasa su mano por la cara y ofuscada continúa, “su pecado lo pagó”.
Su vida cambió segundos después de que su único hijo apretó el gatillo. Capturado a pocas cuadras del crimen, Víctor tardó tres años en confesar su crimen. Cuenta María Amparo, que a ella nunca fue capaz de admitírselo.
Durante el juicio tuvo que enfrentarse con los familiares de la víctima, que decían perdonar a Víctor por su error, mientras pedían justicia, como si eso fuera posible en un país como Colombia. Pero su mayor contrincante fue un abogado que pedía dinero como presentador de televisión en plena teletón.
Siempre supo que su hijo era culpable. Aún así se prostituyó para pagar los honorarios de un abogado que ni siquiera tenía la decencia de darle la mano para saludarla, y para darle dinero a su hijo, que seguramente lo gastaba en drogas y tóxicos.
Durante el día se ilusionaba con las mentiras que le compraba al sátrapa de vestido fino, que ella llamaba doctor y la juez llamaba abogado. En la noche llamaba a ‘sus amigos’, para brindar un servicio. Las madrugadas eran para llorar, recordando que su Víctor la iba a sacar de la pobreza jugando al fútbol.
Un día dejó de llorar. La única noticia real que supo recibir de su abogado fue que Víctor había sido apuñalado hasta la muerte en la cárcel. Fue en noviembre de 2003, desde ese día esconde sus lágrimas, como tantas otras mujeres de Colombia.
María Teresa está del otro lado de la pistola. Del lado que se estremece, se tira para atrás y corre asustada, mientras mira fijamente la cara de un muerto más. Hizo lo posible, trabajaba todo el día e intentó darle un mundo mejor a su hijo. Sus esfuerzos concluyeron con un asesino que al final de sus días sólo podía inhalar pegante…
Empeñados en pensar que Colombia se divide en buenos y malos, en indignados e indiferentes, bajamos la cabeza como caballos sólo para olvidar que detrás de cada muerto hay una historia que desgarra el alma, sin importar de qué lado del arma estemos.
*María Amparo Asprilla y Víctor son nombres ficticios. La protagonista de esta historia falleció en marzo de 2010, en Bogotá.
No hay comentarios:
Publicar un comentario