lunes, 22 de diciembre de 2014

Testarudos y orgullosos

Todos los campeones pasan a las historia por algo. El Santa Fe de Gustavo Costas, el de la octava estrella, lo hará por terco. Por obstinado. Porque sin importar los golpes que recibió al borde de la gloria se volvió a levantar, volvió a recorrer el camino y no paró hasta cumplir su propia promesa.

Después de cambiar la historia el glorioso 15 de julio de 2012, Santa Fe se puso la tarea de saberse mejor que el resto. Porque repetir el primer puesto más que la confirmación, es la seguridad de realmente mirar al frente y no encontrar a nadie. Una final, dos semifinales el mismo denominador común. Pero no había margen para rendirse, había que volverlo a intentar.

Hay que pararse tres veces de golpes tan certeros. Hay que rearmarse una, otra y otra vez para volver a luchar. Para volver a estar cerca. Porque lo fácil era dejar así, que todo pasará. Que se quedarán con el recuerdo del séptimo título, la semifinal de copa y las buenas campañas. Era lo simple, pero no para un grupo de jugadores con orgullo. Un grupo obstinado a cumplir una promesa: saberse mejores.

Santa Fe apretó los dientes una vez más. Pasó la fase regular como un trámite incomodo. Por tercera vez en 5 torneos obtuvo el mejor puntaje (es fácil digitarlo, vaya y hágalo). Tuvo altas y bajas. Cambió de módulos tácticos. Varias veces jugó de acuerdo al rival y no según su propio potencial. Aún así alcanzó, y de sobra, para generarse una nueva oportunidad. Otro intento.

Y en las finales, mejor no se pudo retratar. Hizo 7 puntos en 3 partidos, con un rendimiento de finalista. Como tantas otras veces, en los últimos 5 años, hizo ver una semifinal como un trámite. Pero Santa Fe es Santa Fe y supo reservarse su historia para el final. Como se debía así mismo. Con dos puntos para partido –parodiando al tenis-, prefirió autogestionarse una revancha en Medellín ante su némesis reciente. Era tiempo de poner las cosas en su sitio.

¿Qué faltó para haber vencido a Nacional en las tres ocasiones anteriores? De pronto encerrarse y defender con valentía e inteligencia y pegar en el momento justo. En los últimos 3 partidos del año, Santa Fe fue ese boxeador que se deja pegar, pero no se cae, sigue ahí, agazapado. Y justo ahí, cuando el rival tambalea confuso,  saca su mejor mano para derribarlo. Dos veces en el Atanasio Girardot, el campeón supo soportar (después discutiremos cómo) los embates, para luego dar ese manotazo salvador. Ese que se había negado dos años consecutivos.

La octava estrella queda bordada en el escudo de todos los hinchas. Sí, de todos. De los buenos, y  los dizque malos (como si tal falacia existiera). Ganó, si me pregunta amigo, por seguir intentando. Por recibir tres golpes y volverse a parar. Por tener las agallas de reagruparse y volver a intentarlo. Porque apretaron los dientes y no se quedaron con la comodidad del buen recuerdo y el aplauso fácil de cualquier homenaje. Arriesgaron su prestigio, varios jugadores prefirieron dejar la leyenda de la séptima atrás, sólo para demostrar de una vez y por todas que eran mejores que cualquier otro. Por eso pasarán a la historia: por testarudos.

Nos deja una valiosa lección este Santa Fe: hay que seguir intentándolo. Así nos digan que somos buenos, hay que revalidarlo. Y si no se puede, pues nos reordenamos y volvemos a salir al campo de batalla. Unos dos, tres o las veces que sean, mi amigo. Hay que hacerlo por una simple razón: por orgullo. Por el orgullo del campeón. Gracias por esa y tantas otras lecciones, directivos, cuerpo técnico y sobre todo jugadores. Gracias por levantarse de nuevo y, otra vez un 21 de diciembre (día de las consagraciones cardenales) gritar CAMPEÓN.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Lágrimas


Sintió un soplo en el cuello y pensó que era el aroma de su muerte.  El soplo se convirtió en una palabra. Más bien se convirtió en una segunda oportunidad. En un símbolo.

Todos lloraban en esa pequeña plaza de Noor, al norte de Irán. Si mediar palabra, Maryam Hosseinzadeh, estremeció a la multitud, a lo lejos se escuchó de su boca la palabra “perdonado”. Lo susurró al oído de un hombre llamado Balal, que en ese momento tenía una venda en sus ojos y una gruesa cuerda en su cuello.

En 2007, a los 19 años, Balal asesinó a Abdollah Hosseinzadeh de 17 años de edad. Una cuchillada en el pecho fue suficiente para matar a Abdollah. Una cuchillada fue suficiente para cambiar la historia de vida de Maryam y su esposo. Una certera cuchillada acabó con los sueños de la familia Hosseinzadeh.

En esa pequeña plaza Noor, donde todos lloraban, Balal tenía que ser ahorcado. Esa era el castigo por aquella certera cuchillada, producto de una absurda pelea de jóvenes. En Irán aplican la ley del ojo por ojo. Delante de los padres de su víctima, Balal tenía que aceptar su condena. Tenía que morir sin contemplaciones. Justicia en estado puro.

En medio del rosario de mierda, que los podridos caños de internet permiten circular (transmiten), el mundo conoció la historia Balal y Maryam en mayo de 2014. El episodio ocurrió en abril. A las tres horas la noticia recorrió el caño sedimentado de la web: todos vieron la foto, leyeron el primer párrafo del texto, opinaron cualquier sandez en alguna red social y archivaron. El recorrido usual de la vida actual.

Pero quienes estuvieron ahí dicen que la escena, que lo ocurrido, les cambió la vida. Cuenta la crónica que Balal entró a la plaza rezando a grito herido. Lloraba cada paso. Su mamá estaba sentada en medio de la multitud, sin lágrimas que llorar; resignada a que iba a perder a su hijo por aquel absurdo. Por aquella cuchillada.

Cuenta Arash Khamoosh, fotógrafo que recopiló las imágenes que luego se viralizaron por los caños de internet, que la vida le cambió después de lo ocurrido. Al lado del cadalso estaba Maryam y su esposo. Tampoco tenía lágrimas que derramar. Se le acabaron en estos siete años. Estaba impávida, apenas si respiraba, contó el reportero gráfico.

Lo que ocurrió después, bueno lo que ocurrió después lo cuenta mejor la cámara de Arash que cualquier unión de palabras. Con la soga al cuello, -más literal imposible- Balal y su mamá sólo esperaba el empujón que le quitaría la vida y expiaría sus pecados. Mientras los que tenían lágrimas lloraban sin parar, Maryam sigilosamente pidió una silla.

Como pudo se subió al cadalso. Sopló. Suspiró. Y le dio, finalmente, una cachetada a Balal. Acto seguido dijo sólo una palabra: perdonado. Todo se detuvo en ese instante. Hasta el viento. Todo. Las leyes de Irán, que se rigen por el ojo por ojo, les permiten a las víctimas que perdonen a sus victimarios. Maryam perdonó al Balal. Es la hora que ese acto no tiene más explicaciones que las imágenes que pudo captar Arash.                      
Despiadados como tienen que ser los medios, titularon ‘mujer iraní le perdonó la vida al asesino de su hijo’. Ese título y la foto de Maryam soltando la soga del cuello de Balal llegaron a los muros y líneas de tiempo de millones de personas. Lo que para muchos fue un Like o un RT, fue una historia de tristeza. De tragedia. De llanto. De muerte. De vida.

Colombia, o más bien el Estado colombiano (ese compendio de políticos y burócratas que en corbata responden a todo con un: lo estamos resolviendo) reconoció a más de 6 millones de víctimas del conflicto armado que cumple 50 años. 6 millones de Maryams que tampoco tienen más lágrimas que compartir.

Víctimas de una guerra tan absurda como la cuchillada que le propinó Balal al joven Abdollah, en el pequeño pueblo de Noor. Víctimas que por fin fueron reconocidas y merecen recibir justicia. Merecen, sobre todo, dejar de estar moviéndose por los putrefactos caños de internet, siendo utilizados por cualquier pendejo que escribe en un blog o dirige un partido político repleto de fanáticos fundamentalistas.

En Colombia miles de ciudadanos sueñan con el modelo de justicia de Irán (que reconozcamos parece ser justo y necesario). Vaya a saber uno qué tipo de justicia pretenden las víctimas. Porque ahí está el meollo del proceso de paz (mejor de fin del conflicto) que avanza en La Habana: son las víctimas, las 6 millones de Maryams, las que deben decidir cómo quieren ser resarcidas. Cómo quieren perdonar. Cómo quieren acabar con sus lágrimas.

Relata la crónica de la agencia de noticias iraní ISNA que Maryam y su esposo se alejaron de la escena caminando despacio, en silencio. En medio de una multitud que los vitoreaba. En medio los abrazos, y la humillación, de la familia de Balal. Se fueron en silencio, sin su hijo querido. Se fueron con algo de justicia. Sin lágrimas.