viernes, 23 de marzo de 2012

Los hijos de la abuelita

Difícil saber quién estaba más asustado en ese momento. Él, que empuñaba con fuerza ese pequeño puñal, mientras emanaba un intenso olor a pegante; o ella que sólo pensaba en su costoso celular, que aún no había terminado de pagar.

En el medio, un infeliz que, además de ser robado por un niño que no superaba los 16 años, veía una bonita indiferencia de lo que prometía ser un buen prospecto de pareja.

Al final, el susto se convirtió en un popular puntazo en la pierna del infeliz, mientras el púberto se llevó una pobre cantidad de dinero. Ella, salvó su preciado celular y perdió un novio, que tampoco era la gran cosa.

Ser asaltado (y hasta atacado con arma blanca) es casi una obligación en Bogotá. Como una atracción turística que tarde o temprano todos tienen que vivir. Tampoco es muy novedoso que un niño aturdido por la inhalación de tóxicos robe (y un romántico momento mate) a cualquier miserable que pase una avenida en el momento justo, a la hora indicada. Así vivimos. Así morimos.

Asaltado, poderosamente soltero, de nuevo, cortada mediante, aquel pobre no paraba de preguntarse por la mamá del ladronzuelo. Y no sólo por mentarla. La duda estaba ligada a la actualidad de un país que se desangra desde la más temprana edad.

Por qué no pensar que a esa misma hora, mientras su hijo –anestesiado por la droga- atacaba sin miramientos a cualquiera por alguna moneda, ella estaba rompiéndose el lomo por llevar algo medianamente decente para comer. Claro, es más fácil suponer que ella, en el mejor de los casos, no existe. Y si está, poco le importa el corto futuro de ese hijo que apuñaló sin compasión alguna.

Ligados a una cadena de bastardos errores, niñas traen al mundo pequeños que la pobre abuela tiene que educar, al mismo tiempo que trabaja, y es golpeada por algún fortuito jugador de turmequé, que entre más toma más cariño tiene para brindar con sus puños.

Es una cadena que no acaba. Uno tras otro aparecen y aparecen niños que no saben cuánto vale una vida y aún así la traen o la arrebatan del Mundo. Inconscientes. Al momento de buscar responsables, siempre hay que acudir a la cadena obvia que comienza con una madre, transformada en abuela, con menos de treinta años, para luego de muchas ramas llegar a un Estado tan podrido y corrupto, como inalcanzable e indiferente

La Bogotá del ‘el profeta Petro’ entregó dos imágenes. El viernes 9 de marzo, la ciudad rayaba en la anarquía, mientras la crisis para el alcalde se reducía en aquellos que lo culpaban en una red social (sí, una red social). A la mitad de la convulsionada tarde un grupo de jóvenes estaba encaramado a un bus de Transmilenio en movimiento.

Había de todo. Los que sabían qué estaban haciendo, por qué (o por quiénes lo hacían) y contra quién lo hacían. De otro lado, estaban ellos, los hijos de la abuelita. Aquellos que corrían lejos del humo, con una carcajada, después de destruir todo a su paso. Sin respuestas, sin preguntas, sin preocupaciones. Simplemente, querían destruir. No había más quehacer esa tarde, era tomar trago en una caja, robar o simplemente paralizar la capital de un país.

Para ellos, para los que vienen, nada importa. Sólo, qué puedo hacer hoy. Qué verbo puedo conjugar: vivir, morir, robar, fornicar, embarazar, matar… Más no importa, si sus antecesores nunca se preocuparon por cómo venía la mano en el pasado, ¿Por qué ellos les debe importar el dizque futuro de una nación?

Dicen que las naciones son las generaciones venideras. En un pequeño rincón de América del Sur el futuro está en manos de hijos de sin madres, pero con abuelas. Y de infelices que se dejan robar, preocupados por un celular costoso, de un niño con olor a pegante.

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