Su sonrisa era cálida. Sus dientes blancos, bien alineados,
resaltaban en ese frío consultorio. Mientras se puso esos horribles guantes
blancos dijo, “y eso que es temprano. No se imagina lo que viene”, y vuelve a
sonreír.
El doctor Montenegro no debe tener sentimientos. O por lo
menos debe dejarlos a un lado a eso de la 8 de la noche, cada noche, antes de
iniciar sus jornadas de trabajo. De lo contrario, no se puede explicar cómo está
parado ahí, a punto de revisar un tobillo semifracturado, con una sonrisa y un
sentido del humor envidiables.
Para poder ver los dientes del doctor Montenegro tuvieron
que pasar 4 horas. Imagine la escena: un colombiano cualquiera, de esos que no
tienen nombre porque no ha muerto, sentado en una pequeña silla, en la sala de
urgencias de cualquier hospital de Bogotá, mirando cómo la vida y la muerte
caminan de un lado a otro esperando que por un altavoz la niña diga un nombre.
Aquella sala de espera era una reivindicación. Sí. Ver
reunidos a varios ancianos que aplazan la cita con la muerte unos días más,
sentados junto a madres que intentan calmar el llanto de sus bebés, mientras
esperan que algún pediatra se apiade y los atienda, es una reivindicación. Es
que la vida y muerte, sin importar cuántos años tengas, es cuestión de una
pequeña silla en una sala de espera.
De repente, aquella sombría voz femenina pronuncia el nombre
que tanto esperaba. Ni siquiera cuando el amor de su vida le dice por primera
vez “te quiero”, uno se siente tan aliviado al escuchar su nombre y apellido.
Por fin, luego de horas de llantos, rostros cansados y mucho dolor tenía 5
minutos a solas con el doctor Montenegro.
Hay que tener los huevos bien puestos para ser el doctor
Montenegro. Ser testigo de tanta miseria, de tanto dolor, de tantas historias,
y todavía sonreír mientras se pone unos guantes blancos para poder reacomodar
un tobillo y hacer gritar a un hombre de un metro y setenta centímetros como
una ballena en pleno apareamiento (perdón a las lectoras, por la imagen).
Y es que el doctor Montenegro es la punta de iceberg de
mierda, también conocido como el régimen de salud de un país tropical y
bananero como Colombia.
Para ver los blancos dientes del doctor, es necesario
escalar una montaña de trámites, ladrones, entidades, burócratas, y sí también
de un millar de hipocondríacos. Y en este punto valen todos los lugares
comunes. El mejor de todos: es mejor morir viendo televisión en la casa, antes
que en la puerta de un hospital con la fotocopia de quién sabe qué documento
con firma y sello de transferencia en la mano.
Tan sólo en lo corrido de 2013, han muerto 10 colombianos en
las puertas de algún centro médico, a la espera de siquiera ver la sonrisa de
algún doctor Montenegro. Si quiere más estadísticas acá algunas: Colombia pierde
4.000 millones de pesos diarios en trámites de salud. 26 EPS han sido
intervenidas por la Superintendencia. Las nefastas EPS intervenidas le deben
(ojo a la cifra) más 1.7 billones de pesos a hospitales en todo el país.
Ah, y cada mes le
descuentan por lo menos el 8 por ciento de su sueldo, por miserable que sea,
para aportes de salud. Para que lo tiren por ahí, en alguna silla junto a
ancianos y bebés que aplazan su cita con la muerte.
Como esta Colombia es de cifras que no dicen nada, basta
recordar que el pasado 5 de mayo de 2013, Paula Sofia de tan sólo 9 meses
perdió la batalla contra una afección cardíaca en una camilla, esperando por un
certificado de quién sabe qué maldita EPS.
¿Se imagina que el doctor Montenegro tuviera en cuenta todo
esto mientras se ponía los guantes blancos?
Qué tal recordará, mientras echaba
un fino apunte, las miles de familias que han perdido a un ser querido en la
silla de una sala de espera de cualquiera hospital.
Definitivamente, el doctor Montenegro no tiene sentimientos.
O por lo menos tiene los cójones tan
bien puestos, para dejarlos a un lado y seguir luchando para que por lo menos
ese pobre diablo que tenía el tobillo hacia al lado equivocado tuviera algo de
alivio en esa noche de urgencias.