martes, 22 de octubre de 2013

Devoción

Cuando Manuel cuenta, con voz lastimera y fingida, la historia de la cicatriz que tiene el cuello son las 9 y 13 minutos de la mañana. Mientras el bus frena en seco, él tambalea un segundo y continúa esa retahíla por la que darán 2.500 pesos en monedas.

Asegura Manuel que, viene de la única cárcel para mujeres que hay en Bogotá. Para certificarlo muestra al público sus brazos, llenos de tatuajes mal hechos, que están acompañados por sellos indelebles que dicen “Visitante”.

Una vez se baja las mangas de su saco, comienza el relato. “Daniela, está pagando 4 años de condena, porque intentó ‘chuzarme’ (aculillarlo) cuando se enteró que estaba con otra mujer en su cama”.

Y cada sábado, relata exaltado (de pronto drogado), alista una pequeña olla para llevar algo de buena comida. Se planta desde las 5 de la mañana para hacer una fila interminable, para poder ver a la mujer que intentó asesinarlo con sevicia. 

Porque así es el amor. Dice.

El sábado entre las 6 y las 10 de la mañana logra entre 50 mil y 70 mil pesos. Que es lo que alcanza en todo un día de trabajo de lunes a viernes. El amor conmueve. Bueno, al menos lleva a la gente a regalar monedas llenas de compasión y lástima. Un avance.

Resultó que una de las tantas historias que son contadas en las entrañas de un bus de servicio público fue verdadera. Que tanto extremismo y tanta miseria es verdadero, y no uno de tantos inventos arteros por sacar alguna moneda ligada a la condescendencia de personas sin nombre.

Manuel tiene 27 años. Tiene voz carrasposa muy diferente a la que usa cuando cuenta la historia de amor que vive con su Daniela en los buses.  Por su cara en las calles y avenidas de la ciudad lo conocen como ‘zarco’. 

Pero ese rostro lleno de cicatrices cambia. En un segundo. Tan pronto habla de lo que él llama “su mujer”. Resulta difícil de describir. Sus ojos brillan, y sus palabras dejan un tono de admiración inconfundible por Daniela. Baja su cabeza, y sube el tono de su voz, y se dice orgulloso: no por sobrevivir a las 8 puñaladas de que le propinó. No. Orgullo de que ella siga a su lado.

Y es difícil de describir, porque las palabras no coinciden con el rostro. Ese estado de enamoramiento que Manuel no quiere disimular está alejado de su semblante tosco, si quiere delincuencial, ese que necesita para enfrentar las calles de una capital para vender su historia en los buses.

¿Qué hace que un hombre que conoce todos los vicios de la calle hable con tal admiración de una mujer que supo cobrar un engaño con puñaladas? ¿Por qué en un país más que machista, Manuel se levanta cada sábado, como un ritual pagano, a las 4 de la mañana para preparar un arroz (que le queda mal) y no visitar a su amada con las manos vacías? 

Los más románticos dirán que el amor puede hasta con el más enquistado machismo. Lo cierto es que, en Colombia durante 2012, de acuerdo con estadísticas de Medicina Legal, 5.994 hombres fueron víctimas de violencia por parte de su pareja. Por lo menos 400 murieron en uno de estos episodios de violencia intrafamiliar a mano de sus parejas. 

Claro, estas cifras poco le importan a Manuel. Menos la incredulidad que despierta la devoción por su mujer. Por lo menos no esté sábado, en el que está a sólo dos recorridos en bus de alcanzar 70 mil pesos. 

De pronto usted se encuentre la historia de Manuel en algún bus, temprano en la mañana, y entenderá que, al final, qué es el amor sino la bella conversión de devoción en rentabilidad.

miércoles, 5 de junio de 2013

Noche de urgencias

Su sonrisa era cálida. Sus dientes blancos, bien alineados, resaltaban en ese frío consultorio. Mientras se puso esos horribles guantes blancos dijo, “y eso que es temprano. No se imagina lo que viene”, y vuelve a sonreír.

El doctor Montenegro no debe tener sentimientos. O por lo menos debe dejarlos a un lado a eso de la 8 de la noche, cada noche, antes de iniciar sus jornadas de trabajo. De lo contrario, no se puede explicar cómo está parado ahí, a punto de revisar un tobillo semifracturado, con una sonrisa y un sentido del humor envidiables.

Para poder ver los dientes del doctor Montenegro tuvieron que pasar 4 horas. Imagine la escena: un colombiano cualquiera, de esos que no tienen nombre porque no ha muerto, sentado en una pequeña silla, en la sala de urgencias de cualquier hospital de Bogotá, mirando cómo la vida y la muerte caminan de un lado a otro esperando que por un altavoz la niña diga un nombre.

Aquella sala de espera era una reivindicación. Sí. Ver reunidos a varios ancianos que aplazan la cita con la muerte unos días más, sentados junto a madres que intentan calmar el llanto de sus bebés, mientras esperan que algún pediatra se apiade y los atienda, es una reivindicación. Es que la vida y muerte, sin importar cuántos años tengas, es cuestión de una pequeña silla en una sala de espera.

De repente, aquella sombría voz femenina pronuncia el nombre que tanto esperaba. Ni siquiera cuando el amor de su vida le dice por primera vez “te quiero”, uno se siente tan aliviado al escuchar su nombre y apellido. Por fin, luego de horas de llantos, rostros cansados y mucho dolor tenía 5 minutos a solas con el doctor Montenegro.

Hay que tener los huevos bien puestos para ser el doctor Montenegro. Ser testigo de tanta miseria, de tanto dolor, de tantas historias, y todavía sonreír mientras se pone unos guantes blancos para poder reacomodar un tobillo y hacer gritar a un hombre de un metro y setenta centímetros como una ballena en pleno apareamiento (perdón a las lectoras, por la imagen).

Y es que el doctor Montenegro es la punta de iceberg de mierda, también conocido como el régimen de salud de un país tropical y bananero como Colombia.

Para ver los blancos dientes del doctor, es necesario escalar una montaña de trámites, ladrones, entidades, burócratas, y sí también de un millar de hipocondríacos. Y en este punto valen todos los lugares comunes. El mejor de todos: es mejor morir viendo televisión en la casa, antes que en la puerta de un hospital con la fotocopia de quién sabe qué documento con firma y sello de transferencia en la mano.

Tan sólo en lo corrido de 2013, han muerto 10 colombianos en las puertas de algún centro médico, a la espera de siquiera ver la sonrisa de algún doctor Montenegro. Si quiere más estadísticas acá algunas: Colombia pierde 4.000 millones de pesos diarios en trámites de salud. 26 EPS han sido intervenidas por la Superintendencia. Las nefastas EPS intervenidas le deben (ojo a la cifra) más 1.7 billones de pesos a hospitales en todo el país.

Ah, y cada mes le descuentan por lo menos el 8 por ciento de su sueldo, por miserable que sea, para aportes de salud. Para que lo tiren por ahí, en alguna silla junto a ancianos y bebés que aplazan su cita con la muerte.

Como esta Colombia es de cifras que no dicen nada, basta recordar que el pasado 5 de mayo de 2013, Paula Sofia de tan sólo 9 meses perdió la batalla contra una afección cardíaca en una camilla, esperando por un certificado de quién sabe qué maldita EPS.

¿Se imagina que el doctor Montenegro tuviera en cuenta todo esto mientras se ponía los guantes blancos? 
Qué tal recordará, mientras echaba un fino apunte, las miles de familias que han perdido a un ser querido en la silla de una sala de espera de cualquiera hospital.

Definitivamente, el doctor Montenegro no tiene sentimientos. O por lo menos  tiene los cójones tan bien puestos, para dejarlos a un lado y seguir luchando para que por lo menos ese pobre diablo que tenía el tobillo hacia al lado equivocado tuviera algo de alivio en esa noche de urgencias.


viernes, 1 de febrero de 2013

Maldita justicia


Ella lo abrazaba fuerte, no quería soltarlo, es más si por ella fuera quería que volviera a su vientre para poder apartarlo de este mundo de mierda. Él, por su parte, veía a través de su hombro un nuevo amanecer, uno que soñó por largos 24 meses.

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*Alfredo tuvo que pagar una condena por un error de borrachera, según cuenta. Atacó a un taxista con arma de fuego. Jura que no recuerda qué hizo, pero reconoce que se equivocó. A la gente hay que creerle.

Durante 24 meses tuvo que pagar por ese error. Pasó por dos cárceles diferentes. La primera la califica como un hotel, la segunda como una pesadilla que lo marcó, para bien. Lo más seguro es que sea para mal. El tiempo juzgará eso.

Por su parte *Doña Amanda, sólo quería retroceder el tiempo. Así son las madres. En su mente, ella era la culpable de esos horrorosos 24 meses. Así la realidad diga lo contrario. Nada en este mundo la hará entender que ella no tiene la culpa de los errores de su hijo menor, del más consentido de la familia.

Toda la familia de Alfredo fue culpable de su error. Todos, hermanos, primos, tíos y hasta abuelos ayudaron a pagar a esos malditos abogados que ganaron millones a costa del sufrimiento de esa familia. Carroñeros, como son los abogados, sacaron hasta el último centavo que pudieron para que al final dijeran, sin sonrojo alguno, “hicimos lo que pudimos, pero se lo van a llevar, por un tiempo”.  Pagaron millones por infamia.

Antes de que Alfredo estuviera en el primer centro de reclusión, su familia le pagó millones a la víctima, millones a los cómplices, millones a los abogados, millones a los jueces. Al final, no pudieron comprar la justicia. Esa maldita justicia colombiana que para otros tiene un precio mucho menor. La historia fue sentenciada: la cárcel era el único destino.

La rama judicial, ese engendro amnésico, irrelevante y desgraciado, no condenaba sólo a Alfredo, confinaba al peor castigo a toda la familia, sin miramientos. Como lo hace con otros padres de la patria.

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Mira con desconfianza. Sabe, como pocos, que cualquiera le puede hacer daño. Es más, asume que todos lo miran y que están esperando un resbalón para hacerlo equivocar. Sigue recluido en una cárcel, por más que este a kilómetros en una fría y sencilla cafetería.

Alfredo no quiere hablar de sus recuerdos. Evade las preguntas. Cuenta historias de muertos y apuñalados como si fuera el reporte del clima. Mueve sus manos con fuerza. Habla mal, con groserías. No esconde su mirada, en tantos meses entendió que no bajar la mirada era la diferencia entre vivir y morir.

Su hermano mayor es testigo de la entrevista. Insiste en la bondad de muchos reclusos que lo acompañaron en la travesía. *Mario, el hermano, muchas veces interrumpe. Cuenta detalles, es específico. Él, como pocos, sabe lo mucho que faltó Alfredo y lo mucho que pagó la familia. Toda la familia.

¿Historias? ¿Quieren historias? Muchas, cientos. Detalles de maldad extrema, de amistad, de lágrimas. De muerte, de impunidad, de alegría y de la más profunda tristeza. Creo, esa es la cárcel: un extremo tras otro.
Para qué entrar en detalles, si lo que vale es la expresión de miedo y esperanza que tenía Alfredo mientras hablaba, mientras relataba, mientras temblaba. Esa expresión no se puede describir en líneas o palabras. Fallaría impunemente, ni para qué intentarlo.

Resta decir: al final, somos lo qué podemos. Nunca lo que queremos. Mucho menos lo que esperan que uno sea. Eso me dijo Alfredo. Una verdad de puño. De rejas.

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La puerta de una fría cárcel se cerraba. Por allá en un frío municipio de Boyacá. La historia, la cruel historia comenzó hace muchos meses atrás no sé acaba. No. Apenas comienza. Alfredo va a luchar. Su familia lo va a acompañar. Amanda llora, sabe lo que viene, la maldición que viene. Igual Mario. Qué daría, Amanda, porque su bebé volviera a su vientre y esta pesadilla terminara.

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Justicia. Maldita justicia la de este país. Esa que deja libre a los infames (como aquel borracho que mató a un hincha) y sacrifica a la familia que no puede pagar por libertad. Por justicia. Así es esto: la justicia se paga, se compra: porque es maldita.

*Los nombres de esta historia fueron cambiados por solicitud de los implicados.

Este texto está dedicado a Alejandro Yate, que partió a la eternidad: Don Alejandro, las oraciones de este redactor son para su alma y su familia. Querido Don Alejandro, “en la fuente de la vida, nos veremos otra vez….”